martes, 3 de febrero de 2009

Biopoder/biopolítica. Chile/ postdictadura.




Esos son nuestros desaparecidos contemporáneos que deambulan como el padre de Hamlet, transformados en fantasmas, espectros sin rostros que –por el efecto visera ven sin ser vistos.



Biopoder/ biopolítica. Chile/ postdictadura.

Víctor Silva Echeto.
Segunda parte.
Poder, seducción y postdictadura.




Más que un análisis de los “estados de sitios” y de “excepción” inaugurados por la dictadura y la transición que se inició el 11 de septiembre de 1973, con esa primera imagen estetizada del fascismo bombardeando la moneda, el interés de este escrito es interrogar la estetización del poder que se produce en la postdictadura, asumiendo los cruces entre táctica y estrategia, archivos y testimonios, estética y política.




I. ESTADO DE EXCEPCIÓN Y POSTDICTADURA.

“(…) la declaración del estado de excepción ha sido sustituida de forma progresiva por una generalización sin precedentes del paradigma de la seguridad como técnica normal de gobierno”

Giorgio Agamben.

La propuesta es vincular las nociones de biopoder y archivo, como claves fundamentales para pensar las políticas de la memoria en la posdictadura, siguiendo un derrotero trazado por un primer Foucault, Jacques Derrida y un tardío Giorgio Agamben. Este último en Estado de excepción, asume la inversión benjaminiana de que los “estados de excepción” se han convertido en la regla, “éste no sólo se presenta cada vez más como una técnica de gobierno, sino que deja también aparecer a plena luz su naturaleza de paradigma constitutivo del orden jurídico” (Agamben, 2003: 17). Así, con los estados modernos “el estado de necesidad tiende a ser incluido en el orden jurídico y a presentarse como un auténtico ‘estado’ de la ley” (Agamben, 2003: 43).
En el caso de Chile si la dictadura inaugura uno de los tantos modernismos económicos y estético- mediáticos, la postdictadura radicaliza ese “estado de excepción” biopolítico. El archivo, en este momento, adquiere toda su densidad como paradójico “mal”, donde el “arkhé” guarda y desecha, “documentaliza” y descarta. Al respecto, Jacques Derrida (1997: s/p) se pregunta: “¿por qué reelaborar hoy día un concepto del archivo? ¿En una sola y misma configuración, a la vez técnica y política, ética y jurídica?” Y, entre los intentos de intervenir esa pregunta con deconstrucciones posibles, habría que considerar que los desastres que marcan el fin de milenio y el inicio del siglo XXI, son archivos del mal: “disimulados o destruidos, prohibidos, desviados, ‘reprimidos’”.
Su tratamiento tanto masivo como refinado, así como sus manipulaciones privadas o secretas. “Nunca se renuncia, es el inconsciente mismo, a apropiarse de un poder sobre el documento, sobre su posesión, su retención o su interpretación” (Derrida, 1997). A la primera pregunta se le suman otras: “¿mas a quién compete en última instancia la autoridad sobre la institución del archivo? ¿Cómo responder de las relaciones entre memorándum, el indicio, la prueba y el testimonio?”. En este último aspecto, Giorgio Agamben se plantea, también, esa relación de conflicto entre el archivo y el testimonio: “en oposición al archivo, que designa el sistema de las relaciones entre lo no dicho y lo dicho, llamamos testimonio al sistema de las relaciones entre el dentro y el fuera de la langue, entre lo decible y lo no decible en toda lengua; o sea, entre una potencia de decir y su existencia, entre una posibilidad y una imposibilidad de decir” (Agamben, 2003: 151- 152). Mientras la constitución del archivo, de acuerdo al planteamiento de Foucault (1996 y 1999), dejaba al margen al sujeto, reducido a una función o posibilidad vacía, “la cuestión decisiva en el testimonio es el puesto vacío del sujeto” (Agamben, 2003: 152). Esa búsqueda del sujeto que, también, intentan formularse otros teóricos como Alan Badiou (1994: 110), es un sujeto diferente al sujeto psicológico, sujeto reflexivo (en el sentido de Descartes) o del sujeto transcendental (en el sentido de Kant). En Agamben es un sujeto vacío, no se trata, por tanto, de restaurar el sujeto de la modernidad, ni enclaustrarlo, nuevamente, en las reglas de la lingüística o de la primera semiótica, sino considerar su aporía, su gesto de poder decir y no decir al mismo tiempo, del tartamudeo “extranjero” que se encuentra en su interior como un monstruo que lo habita, de los agujeros horadados “en el lenguaje para ver u oír ‘lo que se oculta detrás’” (Deleuze, 1996: 9). Por tanto, para salir de los acercamientos neofenomenológicos agambenianos, se plantea vincular el testimonio a la deconstrucción de la cita, de la iterabilidad, de la extranjera voz del afuera y del acontecimiento. Volviendo a Agamben (2003: 153) y a su intento de demarcarse de cierta fenomenología: “el testimonio es una potencia que adquiere realidad mediante una impotencia de decir, y una imposibilidad que cobra existencia a través de una posibilidad de hablar. Estos dos movimientos no pueden identificarse ni en un sujeto ni en una conciencia, ni separarse en dos sustancias incomunicables. El testimonio es esta intimidad indivisible”.
Otra pregunta que surge es como analizar la tensión entre archivo y memoria, y a todas aquellas reducciones en las que se ingresa con frecuencia: en especial la experiencia de la memoria y el retorno al origen, mas también lo arcaico y lo arqueológico, el recuerdo lo excavación, en resumidas cuentas la búsqueda del tiempo perdido. “Exterioridad de un lugar, puesta en obra topográfica de una técnica de consignación, constitución de una instancia y de un lugar de autoridad (el arconte, el arkheîon, es decir, frecuentemente el Estado, e incluso un Estado patriárquico o fratriárquico), tal sería la condición del archivo”. Y otras preguntas más urgentes: “¿Cómo hablar de una ‘comunicación de los archivos’ sin tratar primeramente del archivo de los medios de comunicación” y de las tecnologías postmediáticas? Mal de archivo, entonces, recuerda “sin duda a un síntoma, un sufrimiento, una pasión: el archivo del mal, mas también aquello que arruina, deporta o arrastra incluso el principio de archivo, a saber, el mal radical”. Se “alza entonces infinita, fuera de proporción, siempre pendiente, ‘pudiéndole el (mal de archivo)’, la espera sin horizonte de espera, la impaciencia absoluto de un deseo de memoria” (Derrida, 1997: s/p).

II. ACONTECIMIENTOS, RUPTURAS Y PARADOJAS DE LOS SENTIDOS.
“La salud como literatura, como escritura, consiste en inventar un pueblo que falta. Es propio de la función fabuladora inventar un pueblo. No escribimos con los recuerdos propios, salvo que pretendamos convertirlos en el origen o el destino colectivos de un pueblo venidero todavía sepultado bajo sus tradiciones y renuncias (…) Precisamente, no es un pueblo llamado a dominar el mundo, sino un pueblo menor, eternamente menor, presa de un devenir- revolucionario”
Gilles Deleuze.

Ese deseo de memoria, de políticas y estéticas de la memoria, se enfrenta a los arcontes de la memoria de mercado, de la estética neofascista de la visibilidad e invisibilidad de las pantallas televisivas que –como vidriería de los centros comerciales- muestran menos que lo que ocultan. El marco del cuadro (ergon) nos lo exponen, considerando que no hay nada más allá del marco (párergon), aunque en el afuera del cuadro estén todos/as aquellos/as que no ingresan en la pantalla televisiva y, por tanto, solo pueden ser objeto de metáforas y metonimias: “de color”, “avanzada de migrantes”, “antisocial”, “caos”, “reo”, “discapacitado”… Entonces, la retirada de la metáfora (Derrida), es el agotamiento de una poética estetizante de lo político que agota el archivo (y el deseo de la memoria) al reducirla a memorándums, actas, actos, visibilidades, pero, paralelamente, ocultando los rostros clandestinos y multiformes de los/ las estudiantes, las mujeres, los gays, las lesbianas, los transexuales, los habitantes de las poblaciones (habitantes de la paralegalidad: otro párergon), los mapuches, los migrantes…
Esos son nuestros desaparecidos contemporáneos que deambulan como el padre de Hamlet, transformados en fantasmas, espectros sin rostros que –por el efecto visera- ven sin ser vistos. Esos desaparecidos tienen su imagen radicalizada en los familiares de detenidos- desaparecidos que son doblemente espectrales y fantasmagóricos. Cuando murió Pinochet fueron ocultados, desaparecidos, ignorados, ya que para el poder binario, dada su condición de entres, intersticios, no les correspondía ocupar un lugar, que sólo estaba reservado para quienes festejaban o lloraban. La única dignidad ese día fue el gesto con el deseo de la memoria del nieto de Carlos Prat. Es, en resumen, la política –aunque se muestre como no política- de la postdictadura, inaugurada por “la alianza” estratégica entre la concertación y la alianza, la estética neofascista que transforma a la política en un discurso sin profundidad ni contenido, tan plano y superficial como la pantalla televisiva que le sirve de apoyo. Por tanto, no hay que transformarse en el personaje de Horacio de Hamlet que, al iniciarse la obra, la sombra le inspira pavor y asombro. “Juro a Dios que nunca tal creyera sin el testimonio fiel de mis propios ojos”, dice Horacio tembloroso y lívido. Unas estéticas “postmediáticas” que insisten –performativamente- con la desaparición, la negación y las políticas de consenso que funcionan por exclusión e inclusión desde el “racismo” de Estado. En palabras de Foucault: “fue el surgimiento del biopoder lo que inscribió el racismo en los mecanismos del Estado” (2000: 230).
Así, la estetización del poder que se visibiliza en las pantallas televisivas, invisibiliza otras estéticas plurales, de rupturas, de los disensos y de lo político. El acontecimiento, por tanto, se instala y da vueltas entre los sentidos y sinsentidos de las rupturas que aparecen y (des) aparecen desde los cuerpos sin órganos que desestabilizan los cuerpos llenos de la política neofascista que con “golpes” mediáticos y seudocumentos, hablan desde los “estados de excepción” que se transforman en las reglas. Pero los cuerpos sin órganos se resisten: “Los cuerpos se mezclan, todo se mezcla en una especie de canibalismo que junta el alimento y el excremento. Hasta las palabras se comen”, dice Gilles Deleuze. En definitiva retomo la propuesta de Michel Foucault, cuando concibe que un “arte de vivir”, contrario a todas las formas de fascismos, implica, entre otras cosas, que no se exija que la política restablezca “los ‘derechos’ del individuo tal como la filosofía los ha definido. El individuo es el producto del poder. Lo que se necesita es ‘des-invidividualizar’ por medio de la multiplicación y el desplazamiento, la disposición de combinaciones diferentes. El grupo no debe ser el vínculo orgánico que una individuos jerarquizados, sin un generador constante de ‘des-individualización’”. Por tanto, “no os enamoréis del poder”.

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